La monotonía del mercado.

En el mercado verde

Ximena Rojas 4030

El mercado verde, como hoy lo conocemos, fue inaugurado hace un par de años. Antes solían ser un montón de lonas verdes y grandes tubos blancos que sostenían todo tipo de productos. Hoy es una gran construcción con paredes blancas que alberga a decenas de puestos con gente carismática manteniéndolos de pie.

El mercado tiene una organización particular. Hay puestos que tienen vista a la calle, entre ellos está el clásico puesto de jugos y licuados, que huele fresco y suena a licuadora, es de los puestos más coloridos por la cantidad de frutas que tienen exhibidas y siempre hay gente parada alrededor, generalmente vestida con ropa deportiva, esperando con ansias su jugo o licuado de preferencia. Es una de las zonas más ruidosas del mercado, pues siempre tienen más de una licuadora trabajando y resulta abrumador para quien camina por ahí sin el antojo de un jugo verde.

Por otra parte, hay una zona que, por alguna extraña razón, carece de una iluminación tan intensa como la de las zonas de frutas, es la zona de las carnes y los pollos. Hay grandes aparadores con grandes pedazos de carne cruda aun con la sangre escurriendo. El olor es grasoso y los pisos siempre se encuentran más sucios que el resto del mercado. Resulta contrastante el estado de esos puestos con los del pollo. A pesar de ser engañoso por sus constantes colores amarillos, el puesto del pollo es claramente un sitio de ruidos de metales chocando: las tijeras.

Pasando a la parte alegre del mercado, se encuentran las filas de puestos de fruta y verdura que tienen los sonidos curiosos de las voces humanas, en ellos siempre están los vendedores más alegres y más agradables. Algunos incluso te marcarán con alguna de sus frases por el resto del día. Son los puestos de más disfrute para los tragones, pues uno que otro te ofrece la prueba de sus mandarinas. Aquí te llamaran “güerita” en repetidas ocasiones, o “mi jefe” en su defecto.

Un sonido clásico en toda la extensión del mercado es el de las bolsas del plástico, desde que arrancan la bolsa hasta que la cierran para entregarte tus productos. Otro es el de los carritos de las mujeres que llevan ahí su fruta de la semana, el aguacate para dentro de dos días y los jitomates para la sopa.

Ya fue mencionado otro de los grandes deleites del mercado: la sensación de las frutas. Según los más experimentados, sólo con el tacto podemos descubrir si el jitomate que tomamos está listo, está pasado, queda bien para un pico de gallo o para una salsa, entre otras numerosas afirmaciones que podemos hacer a través de la yema de nuestros dedos.

Sin embargo, en el mercado no todo es colores brillantes y agradables comerciantes. La higiene de los mercados no es, por lo general, una que cualquiera aprobaría. Y hay una experiencia que cualquiera ha vivido y le ha hecho querer no volver a no poner un pie en el mercado: entrar al baño.

El baño del mercado está cuidado por una persona encargada de cobrarte los clásicos cinco pesos por entrar y usar un inodoro y 10 cuadritos de papel. Para empezar, si eres mujer, no puedes ni pensar en sentarte en la taza blanca que parece negra, así que obligas a tus músculos poco ejercitados a que sostengan tu peso mientras tratas de orinar en el pequeño excusado del mercado.

El mercado verde tiene, además, un segundo piso, en el que eres bienvenido a tomar asiento y disfrutar de una comida corrida. Casi siempre hay comidas corridas que se lanzarán sobre ti para darte su carta, que tiene los mismos alimentos que la fondita de al lado, pero con un diseño más elaborado. Ahí recibirás ya sea el típico plato de plástico envuelto en bolsas transparentes, o el típico plato largo color carne.

Con respecto a los sonidos que te puedes encontrar, te darás cuenta de que tu nombre a los comerciantes les importa un bledo, y que se tomarán la libertad de llamarte con todo tipo de apodos. Escucharás todos los gritos de “a cuánto el kilo” y no dejes de escuchar a la gente bromear, olvidando, o quizá abrazando, la monotonía del mercado.

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