El río humano.
Clara López Marmolejo 4030
La luz ambarina de media tarde le dio una coloración naranja a la fachada de la construcción que se extiende en el centro de la delegación, a un lado de la iglesia. En las calles adyacentes a la plaza principal había un desastre: filas de autos que no avanzaban y, paralelas a estas hileras de personas que apenas podían caminar sin hacer acrobacias dignas de un equilibrista sobre las banquetas de 50 centímetros de ancho.
La entrada trasera del mercado estaba desolada. Sin embargo, al entrar, un abarrotamiento de bolsas, maniquís modelando ropa, mochilas, zapatos, bufandas y toda clase de artículos textiles, le da la bienvenida al visitante.
Parecía un campo de obstáculos, un montón de distracciones visuales que le impidieron que su mente se concentrara en una sola mientras, con pasos atorpezados porque su mayor esfuerzo se concentraba en comprender las bombas visuales y las voces anónimas que le llamaban a comprar barato y bonito.
-Tenemos su talla, güerita. ¿Qué busca? ¿Chamarras para el frío? ¿Blusitas…
Al girar su cabeza a la derecha como tratando de rehuir al vendedor, se encontró con un establecimiento de quesadillas sin personalidad, sin chiste y como dirían algunos: soso.
-¿Qué se le antoja? Tenemos quesadillas, tlacoyos, gorditas
Agradeció al público y rechazó sus ofertas mientras se sumergía cada vez más en aquel centro comercial.
Olas de gente invadían los pasillos, algunos estrechos y otros amplios, que reflejaban la mala organización del lugar. Cualquier persona que se hubiera quedado parada en medio del río de gente hubiera recibido mil sonidos de disgusto y otros tantos comentarios con respecto a su torpeza de parte de la multitud de personas que le pisaban los talones.
Iban todos, caminando con una velocidad todo menos constante sin gracia alguna en el andar, deteniéndose a comprar comida preparada expuesta al público como si la presentación fuera lo que atraía a la gente en lugar del antojo constante (no hambre); y rodeados de frutas y verduras multicolores organizadas de tal modo que, para que no se te cayeran encima sentías el instinto de observarlas, tomarlas y finalmente preguntar por el precio para después, la culpa de haber contaminado con tus manos ese fruto de la tierra te obligara a sacar del bolsillo el dinero y estirar la mano indecisa hacia el vendedor que sigue ofreciéndote una «cosita más que se le ofrezca».
En cada rincón de aquel lugar hasta eso bien iluminado, los comerciantes hacen lo mismo que hacían y que seguirán haciendo: interactúan, se piden favores, se dirigen miradas juguetonas y se comentan cosas que vivieron. A los oídos de la visitante la mayoría de las palabras que se intercambiaban (no las referentes a los productos o al cambio, sino las que presuntamente son personales) frente a sus narices ese domingo por la tarde, eran o ininteligibles o parte de un código ya acordado para dejar fuera de sus asuntos a cualquier espectador, oidor, metiche.
Aquél lugar tenía todo de mercado pero tenía más de establecimiento masivo de antojitos mexicanos. Parte del frenesí de las corrientes multitudinales disminuía en la zona de puestos de comida y era remplazado por alaridos sin aparente dirección específica:
-La de papa ¿con queso?
-A quince las coquitas, señor
-Le dije que sin queso la de flor
-¿Usted me dijo de hongo?
Y como paisaje sonoro: pláticas entre comensales, el sonido del aceite caliente y un barullo general.
La parte principal de cualquiera de los establecimientos mencionados, es la exposición de sus productos. Las frutas frente al transeúnte están acomodadas con esmero y con maña para deleitar el ojo del comprador y tentar sus papilas gustativas.
Su nariz fue atacada por una oleada de aromas, algunos más hediondos, venían del cochambre de la plancha quesadillera o de los charcos de líquidos no identificados que se forman en el suelo irregularmente pavimentado que seguramente ha causado que más de uno se tropiece o dé un traspié; otros, picantes y secos a la nariz, característicos del puesto de moles, chiles y frutos secos. Y el famoso dulzor de los frutos.
En cada estante había al menos una persona, un comerciante. Pocos eran los que, con la mirada cansada dejaban pasar sin antes llamar la atención con alguna oferta o frase. Con miradas esperanzadas, alegres, confianzudas, o lo opuesto, se relacionan con personas cuya existencia en su vida es meramente profesional, sin embargo, aun así, existe cierta intimidad que no se respira en ningún otro ambiente laboral.
Todo termina siendo un amontonadero relativamente acomodado,un intercambio de miradas sinceras, un desorden que sigue reglas de convivencia social, una revolución visual de colores y texturas, un levantamiento armado en tu nariz y la gama más amplia de sonidos que te puedes encontrar, que de tan amplia que es termina siento muy