Mercado de Jamaica.

María Dolores Corral Juliá  4040

Desde la llegada en auto se percibe el cambio en el ambiente; en el semáforo en el que nos detenemos para dar última vuelta se observan hombres con diablitos y trapos sucios colgando de su pantalón, lugar donde debería de haber un cinturón.

Mi madre obedece a un viene-viene que le indica que se estacione en el estacionamiento público que se encuentra ahí gracias al mercado. Al bajar del auto lo primero que noto es el olor a basura que permea el lugar; en las esquinas, alumbradas por los rayos de sol matutino, aparecen montones de llantas y paquetes tirados y el suelo parece estar cubierto por una capa de suciedad negra.

Nos bajamos del coche y mi madre se dirige a pagar la cuota que cobra el desaliñado viene-viene por cuidarlo. Juntas mis amigas, mi madre y yo, caminamos hacia la entrada del mercado cruzando la calle por donde antes habíamos visto pasar a los hombres con diablitos. Era un paso peatonal despintado con asfalto gastado por el pasar de los camiones de carga.

Atravesamos la calle y nos encontramos con un gran mural colorido que parece anunciar lo que encontrarás dentro. Nos dirigimos hacia la entrada tranquilamente pero no sin encontrarnos miradas acosadoras de algunos de los hombres.

Cuando entramos nos invaden olores frescos provenientes de flores de todos los colores que nos rodean; a pesar de que nos encontramos en lo que por sí solo parecería un almacén con ninguna gracia más que sus cuatro paredes y su piso sucio, los sentidos se sientes abrumados. Del lado izquierdo hay una mujer con nada más que una mesa y el piso para exhibir sus productos, tiene rosas rojas y rosas apiladas por montón alcanzando una altura de 30 centímetros a partir del piso. A su lado hay otro señor con una camiseta sucia y rota arreglando su propio puesto, sólo que el suyo está lleno de amarillo y verde proveniente de los girasoles que están guardados en cubetas con agua.

Está callado y no se escucha más que las personas encargadas y el ocasional movimiento de botes donde la mayoría tiene sus flores. De ambos lados se extienden distintos puestos, algunos venden muchos tipos de flores, otros se limitan a tulipanes o rosas e incluso algunos venden flores vivas aunque no muchas, ocupan todo el espacio llegando a formar tres pasillos en la gran bodega.

Nos acercamos una señora de cara seria y manos ocupadas, tiene una cola de caballo y su ropa, al verla más de cerca, se ve gastada. Le preguntamos el precio de un ramo de variadas flores rosas y su respuesta amable y atenta contrasta con su cara endurecida por los años. Compramos el ramo y antes de irnos preguntamos a qué hora cierran con lo que nos explica, sorprendiéndonos a todas, que nunca cierra la sección de flores.

Decidimos visitar la sección de plantas vivas, siendo ésta más verde que de otro color al igual que más estrecha y con menos gente. Aquí los puestos estás más delimitados pero más pequeños y la mayor parte de los encargados están sentados esperando a que el transeúnte se acerque al puesto. Compramos una mimosa a un hombre joven y mejor vestido que los anteriores y nos retiramos.

Para terminar nuestra visita seguimos las indicaciones del joven y entramos a la sección de comida donde ahora hay un olor más penetrante, proveniente de los puestos de comida tradicionalmente callejera y los puestos de pescado, que contrasta con el ameno olor de las frutas. Aquí el espacio es más oscuro pero igual que grande que el de flores. Después de dar una vuelta compramos fruta en un puesto dirigido por un hombre con el típico mandil rojo que usan los que comparten su profesión.

Finalmente regresamos por donde vinimos pasando del olor a comestibles, saliendo del olor a flores y reencontrándonos con el olor a basura de los alrededores.

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