Muchas ciudades.

Emiliano Peña 4020

La una de la tarde y alguien en el metro ya olía a chela. La metrópoli está, desde temprano, custodiada por caballeros de sangre ámbar. Esta ciudad es el colmo, caray, pero qué bonita es. El gigante naranja es más grande por dentro que por fuera, “el único lugar donde dos cuerpos ocupan el mismo espacio”.

Pino Suárez.

(Transbordo)

Merced.

Una ciudad diferente dentro de la misma ciudad; una ciudad tan grande con tantas ciudades dentro. Yo, un extranjero. Un lenguaje distinto, ropa distinta; la piel es la misma. Y el mercado que habla un tercer lenguaje: el de los olores, el de los colores, el de los placeres que gritan y los marchantes que ven a todos más claros.

Si hay algo que decir de estos templos a los que la gente le reza para conseguir sustento, es que son diversos. Ahí hay cantidad. A la derecha un ejército de limón y a la izquierda un volcán activo de chiles secos que inundan una boca -la mía, la tuya- sin siquiera probarlos. A lo lejos se anuncian cuerpos alados, verdes, y como nuestro planeta, llenos de tierra fresca y fértil. Lechuga, espinaca, apio, cilantro y perejil -tan distintos y mi abuelo no conoce la diferencia, qué tragedia-.

Hay, en algunos claustros del templo, piedras ardientes y metales ardientes que calientan la carne del hombre -hecha de maíz- y un elenco de bailarinas que las embarran de frijol, salsa y otras cosas. Huaraches: una palabra tan de aquí como los mercados y su homónimo manjar.

La diversidad nos hace fuertes, y los mercados son eso, diversidad. Los frutos son tantos que superan la gama de colores visibles; los olores a tierra y a vida inundan sus pasillos; los gritos de la gente, las gracias, los güeritos y los patrones inundan los oídos como una melodía única que no tiene partitura.

**

En la calle hace mucho calor, y la calle se nos pierde porque somos extranjeros. Encontrarla fue un ejercicio de ver hacia dónde daban vuelta los aviones, dónde estaba el sol, y un poco de azar al elegir qué camino tomar en cada esquina. Al final llegamos al mítico mercado de Sonora, y esta historia es diferente.

El color es de sol, ardiente, chillón, de alerta. Entramos al primer pasillo en el que las cerámicas nos veían con ojos a veces de recelo, a veces de invitación. De una cuerda cuelgan, falsos, mazorcas, chiles, tomates, cebollas y ajos; invitan memorias de los adornos que mi bisabuela tiene en su cocina.

Entonces el infierno. Llegamos al epicentro de la irregularidad. Otra ciudad, con otro lenguaje y otras formas. Maneras distintas de moverse porque no es un mercado cualquiera. En una jaula de esas en las que el corazón se sienta a pensar cuando uno está derramándose en tristeza, cuarenta perros que tienen menos tiempo de lo que lleva el año en curso, esperan. ¿Qué esperan? Es difícil saberlo. El olor también es distinto: heces de ave, de cabra y de ciudad. Un pasillo en el que había más gallinas enjauladas que humanos enjaulados en esta ciudad. El hedor llegaba hasta el corazón y lo partía sin misericordia. Como en el metro, aquí dos cuerpos pueden ocupar el mismo espacio.

Decidir cambiar de pasillo es un logro si uno está inmerso en el trance que provocan tantos animales en un espacio tan pequeño. Es pues cuando el mito se convierte en realidad. En el mercado venden velas y pociones que prometen resultados extrahumanos: curar lo incurable, atraer al que no nos pela, conseguir lo inalcanzable. Se ofrecen inciensos para remediar los reveses que nos encontramos en la vida, y semillas para encontrar lo que tanto añoramos (abundancia, amor, salud). Se me ocurre que los políticos deberían visitar este mercado cuando se acuerden de sus promesas de campaña, porque está tan concurrido que el cuento se cuenta solo.

En este mercado se esconde, en su manifestación más pura, el opio del pueblo mexicano.

**

De regreso a las calles ajenas y a las formas ajenas. Yo, otra vez un extranjero, que si bien no regresa con algo material de esta ciudad extraña, sí vuelve con un corazón diferente -más rico, más diverso o más extraño-.

Encontrar el metro de vuelta sí fue un problema. Olvidamos las migajas de pan. De nuevo atravesar el otro templo: el de los colores y los sabores y los olores, y las formas y las básicas tan diversas. Tamarindos que conversan con el piloncillo; los chiles verdes que juegan fuercitas con los chiles secos. Los güeritos y los patrones son ahora una melodía bien orquestada, tan bien orquestada que dan ganas de bailar.

Y de nuevo -por último- el gigante naranja.

Y la gente: tanta.

Y las formas: tantas.

Y las caras: tantas.

Y las caras: todas iguales y todas diferentes.

Tanta gente tan distinta en el metro, pues ahí confluyen todos los ciudadanos de las diferentes urbes. Una aduana en forma de árbol o de neurona.

Pantitlán Observatorio

Serpientes de colores, gente de colores y una ciudad enorme. Los mercados son de todos.

Compártenos

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *